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BIOGRAFIA DE LEONARDO DE VINCI |
Capítulo 5LAS DOS OBRAS CUMBRES DE LEONARDO DE VINCI:EL COLOSO Y LA ÚLTIMA CENA
Sí, a Leonardo de Vinci no le faltaban encargos. Y él se dedicaba con
verdadero entusiasmo a todos ellos. El arte le apasionaba, y encontraba el
mismo placer dibujando a carbón un rostro cualquiera, como por casualidad en la
calle, que pintando un mural de dimensiones gigantescas. Todo era hermoso. Y
todo salía perfecto de sus manos. Pero Leonardo de Vinci
acariciaba dos ilusiones, dos sueños, dos realizaciones que debían colmar sus
anhelos artísticos.
Iremos por partes.
Desde hacía años se había
proyectado el hacer una estatua que perpetuase la memoria de Francesco Sforza,
padre de Ludovico y creador de la dinastía. Es la estatua de la que habló
Leonardo en la carta de presentación que escribió al duque de Milán. El Moro
había concebido la estatua de modo que presentase al héroe a caballo. Hizo
publicar su idea, que se divulgó por todo el milanesado y más allá de sus fronteras. La obra estaba imaginada de manera tan singular
que no se encontró ningún escultor capaz de realizarla. Tanto y tanto se llegó
a hablar de la futura estatua que el pueblo, al referirse a ella, la llamaba
«El Coloso».
Pero la estatua, a pesar
ya de su fama, llevaba camino de no ser nunca una realidad. Llegado este punto,
se presentó Leonardo de Vinci en la corte de Ludovico
el Moro con sus audaces y geniales ideas. ¿Era él el más preparado para
realizar, al fin, la importante obra? No cabía duda de que sí. El mismo lo dijo
en su carta. Y el duque de Milán debió de confiar en la empresa, porque se
apresuró a hacer el encargo al artista florentino.
Ni que decir tiene que
Leonardo, al margen de todo el trabajo que se le acumulaba, comenzó a trabajar
febrilmente en la realización de «El Coloso». En esa estatua cifraba, entonces,
todos sus anhelos e ilusiones.
Siempre siguiendo sus
normas, estudió tan detalladamente la anatomía de los caballos para modelar con
toda fidelidad el corcel, que escribió como resultado de los conocimientos
adquiridos un tratado completo sobre dicha anatomía, que es un perfecto modelo.
Proyectó la estatua de
dimensiones colosales. El caballo, lanzado a galope tendido y pisoteando al
enemigo derribado, debía medir siete metros de largo. En cuanto a la estatua en
su totalidad debía tener más de siete metros de altura. Además de los estudios
anatómicos, imaginó nuevos modelos de arreos ecuestres, hizo diversos croquis y
multitud de maquetas pequeñas.
— ¡Es magnífico, messer Leonardo! —exclamaba entusiasmado el duque, cada vez
que le mostraba un nuevo diseño—. Esto avanza tal como yo lo había imaginado.
Esta estatua os dará gloria. Podéis estar convencido.
El trabajo era de titanes. Baste decir que Leonardo tardó más de once años en acabar el modelo. Fue en el año 1493 cuando, por fin, la estatua construida en yeso pudo ser instalada en el patio del castillo ducal, a fin de que todo el mundo pudiese admirarla. Precisamente por aquellos días se organizaron grandes fiestas en honor de los embajadores austríacos que llegaron a Milán para acompañar a Viena a Blanca María Sforza, prometida del emperador Maximiliano. Las gentes se hacían lenguas de obra tan
colosal. Alababan a Leonardo y al propio duque, por alentar con su protección
algo que daría esplendor a la ciudad. Ludovico estaba muy satisfecho. Pero
aquello era solo el principio. La estatua debía fundirse en bronce. Y el
artista florentino pidió nada más y nada menos que cien mil libras de material.
Las arcas del tesoro no estaban tan repletas como para permitirse el lujo el
hacer un gasto semejante. Así es que la estatua se tuvo que conformar a seguir
siendo de yeso, mientras el tesoro ducal no permitiera la adquisición del
bronce necesario para fundirla. Los hermanos de Santo Domingo, del convento de
Santa María de las Gracias, le pidieron que pintara un mural en el refectorio.
Sus proporciones habían de ser también gigantescas. Y debía representar «El Cenácolo». Le
agradó tanto el encargo que puso en él todo su corazón e ilusiones.
Tardó en prepararlo.
Leonardo trabajaba con fundamento. Y luego tardó también varios años en
realizar la obra, dejándola al fin sin terminar.
De madrugada, cuando el
sol comenzaba a salir, el artista salía de casa para ir al refectorio del
convento. Y allí estaba pintando sin cesar, durante todo el día, mientras había
luz, sin acordarse de comer y beber. Pero tras esta fiebre creadora, permanecía
varias semanas sin tocar los pinceles. Mas no por ello dejaba de examinar su
obra, de pie sobre la tarima, durante dos o tres horas.
Otras veces, a mediodía,
cuando el sol estaba en lo más alto y el calor apretaba de veras, abandonaba la
tarea que estuviese realizando en casa y corría al convento, como arrastrado
por una fuerza irresistible. Al llegar, subía a las tarimas, daba dos o tres
toques y se volvía a marchar, olvidándose de nuevo de la Sagrada Cena durante
varios días. Desde luego Leonardo de Vinci era genial
en todas sus reacciones y obras.
El cuadro era una
auténtica maravilla. Dio tanta majestad y belleza a las cabezas de los
apóstoles, que dejó sin terminar la de Cristo. No creía poder comunicarle
aquella divinidad celestial que se requería para su imagen. Pero esta obra, a
pesar de haber quedado sin concluir, ha sido siempre venerada tanto por los
milaneses como por los extranjeros, amantes de la pintura. Leonardo quiso
expresar, y logró hacerlo, aquella sospecha que había entrado en los apóstoles
al querer saber quién era el que traicionaría a su Maestro. Así puede verse en
el rostro de todos ellos el amor, el temor, el enojo o el dolor de no poder
comprender la intención de Cristo. Y por el contrario, en el rostro de Judas se
adivina la obstinación, el odio y la traición.
Además, en cada uno de
sus detalles el cuadro demuestra un increíble estudio y un cuidado excepcional.
Incluso en el mantel se imita el trabajo del tejido de tal modo que parece
auténticamente real.
Como es lógico, con tanta
perfección y tan extrañas rachas de trabajo o descanso, la obra avanzaba muy
lentamente. Y a propósito de esto se cuenta algo que demuestra el vivo ingenio
de Leonardo.
Se dice que el prior del
convento importunaba mucho al artista para que terminase la obra, pareciéndole
extraño que pudiera pasarse la mitad de un día abstraído en sus pensamientos,
observando el cuadro y sin tocar los pinceles. El prior hubiese querido que
Leonardo, al igual que hacía él cuando cavaba en el huerto, no estuviese nunca
quieto.
No contento con darle
prisa directamente a él, decidió ir a visitar al duque de Milán.
—Este Leonardo es
indolente y perezoso. No veremos nunca terminada la obra.
— ¿Cómo es posible eso? —
se extrañó Ludovico.
—No hace más que hacer y
deshacer, pintar y borrar — explicó el prior.
—Pero es que una obra de
tal envergadura necesita mucho estudio. ¿Os olvidáis que para tener a punto la
maqueta final de «El Coloso» tardó más de once años?
—Señor, es que con la
Sagrada Cena pasa días y meses sin tocar el pincel. ¿Cómo va a terminar nunca?
¡Es imposible! Suplico a Vuestra Excelencia que tengáis la bondad de
reconvenirle. A vos os hará caso. Hacedlo, alteza.
Tanto y tanto llegó a
importunarle, que el duque de Milán se vio en la precisión de responder:
—Bien. Recomendaré a
nuestro artista que se aplique y termine el encargo sin demorarlo más.
—Gracias, señor.
Al día siguiente, llamado
por Ludovico el Moro, Leonardo se presentó en palacio.
— ¿Cómo va «La Cena»,
amigo mío? — preguntó el duque.
—Sigue adelante, señor.
Confío en que pronto Vuestra Serenidad podrá admirarlo — repuso el artista.
—Así lo deseo, messer Leonardo. Porque los dominicos se quejan de que, al
cabo de tantos años, no pueden disponer de la sala donde estáis trabajando —
dijo discretamente el duque.
Leonardo de Vinci se sintió herido en su amor propio, y con gran
rapidez replicó:
—No soy libre de mi
tiempo ni de mi inspiración. Suplico a Vuestra Excelencia que me dispense de
encargo tan penoso, confiándolo a otro artista más aplicado que yo.
—No, no os enojéis, messer Leonardo —se apresuró a decir el duque—. Mi
intención no ha sido la de mortificaros. Sólo que he tenido que avisaros para
satisfacer el ansia de cierta persona que ha acudido a mí solicitando que así
lo hiciera. ¿Me comprendéis?
Aunque el duque silenció
el nombre de la persona importuna, Leonardo sabía que fue el prior. Y como el
artista sabía que el ingenio de Ludovico era muy agudo y discreto, quiso, lo
que jamás había hecho con el prior, discurrir con él largamente acerca de las
dificultades que hallaba. Le razonó mucho acerca del arte y le dio a comprender
que los ingenios elevados, tal vez cuando menos trabajan hacen mayor
diligencia, buscando con la mente las invenciones y formándose aquéllas si
desde luego expresan y copian con las manos según lo concebido por la
inteligencia. Y sacudiendo su genial cabeza, añadió Leonardo:
—Me faltan por hacer
todavía dos cabezas: la de Cristo y la de Judas. El modelo de la de Cristo no
quiero buscarlo en la tierra. Al principio lo hice, pero no la encontré a pesar
de afanarme en su busca y recorrer todas las calles de la ciudad y todas las
escalas sociales. ¿Dónde encontrar el tipo divino del Salvador? Por mucho que
pienso no puedo concebir en la imaginación la belleza y gracia celestiales que
debió de haber en la persona de Dios.
El duque le escuchaba en
silencio, fascinado por las explicaciones lógicas que le daba. Comprendía que
Leonardo tenía toda la razón. ¿Cómo querer dar prisa a una imaginación creadora
de tanta altura como la de aquel artista florentino? ¿Cómo querer conseguir a
toda prisa una perfección que él buscaba con tanto afán? Era preciso dar tiempo
a una mente prodigiosa como la de Leonardo, capaz de engendrar las obras más
geniales.
—En cuanto a la de Judas,
por más que pienso tampoco acierto a imaginar una forma adecuada para expresar
el rostro del que después de haber recibido tantos beneficios tuvo el ánimo tan
cruel para resolverse a traicionar a su Señor. ¡Son dificultades insuperables!
Creedme, alteza.
—Es cierto. Yo no había
atinado en ellas.
— ¡Pero las venceré!
—exclamó Leonardo, como iluminado por una luz repentina—. Por lo menos en lo
que atañe al rostro de Judas. Si no encuentro otra mejor, sin ir muy lejos, hay
una cabeza que es posible que me sirva.
— ¿Cuál? — preguntó
asombrado el duque.
—La
del importuno, gruñón e indiscreto prior.
Ludovico el Moro lanzó
una alegre carcajada. Realmente había tenido gracia el artista.
— ¡Tenéis mil veces
razón, messer Leonardo! Debo reconocer vuestro sagaz
ingenio. Y podéis obrar según vuestro criterio. Siempre que vos creéis una
bella obra, nadie osará ir en contra vuestra.
Y en adelante, el pobre
prior tuvo que alternar sus tareas del huerto con las de posar como modelo. A
pesar de todos los pesares, no pudo volver a gruñir, quedándose así sin su
diversión favorita. Leonardo de Vinci continuó
tranquilamente su obra. La cabeza de Judas quedó tan bien terminada que parece
el verdadero retrato de la traición y la inhumanidad. En cambio, la cabeza de
Cristo quedó inacabada para toda la eternidad. Leonardo se vio incapaz de
plasmar toda la perfección que requería una empresa tan arriesgada como era la
de retratar el rostro divino del Salvador.
El cuadro en toda su grandeza tenía 8,60 metros de ancho por 4,50 de altura. Era de un acabado perfecto de inspiración y técnica asombrosa, verdadero regalo a la vista de cuantos han vivido, vivimos y vivirán, por todos los siglos de los siglos. Y además, constituye un auténtico modelo de arte
para todos los que anhelan militar en las filas de los maestros pintores. «La
Cena» fue la obra cumbre pictórica del gran Leonardo de Vinci, genio entre los genios.
Era tal la magnificencia
del cuadro, aun y careciendo del rostro completo de Cristo, que el rey de
Francia deseó ardientemente llevárselo a su reino. Probó por todos los medios
si hallaba arquitectos que con trabajos de maderamen y de hierro lo pudieran
armar de tal manera que pudiese ser trasladado sin daño alguno. Y era tan
fuerte su deseo que no reparó en el cuantioso dispendio que ello le reportaría.
Pero todos sus afanes se estrellaron contra la realidad. El cuadro estaba
pintado en la pared, y ninguna fuerza humana ni ningún ingenio eran capaces de
arrancarlo de allí y trasladarlo. Así es que el rey francés se quedó con el
deseo, y «La Ultima Cena» quedó para los milaneses.
«El Coloso» y «El Cenácolo», ambas ambiciosas de concepción y ambas
inacabadas, fueron dos obras cumbre del genial Leonardo de Vinci. Ambas surgen por su propia fuerza de entre las muchas obras, casi todas
sin terminar, que realizó a lo largo de su vida. Ambas fueron el compendio de
audaces técnicas y extensos conocimientos que, en el artista florentino, nacían
espontáneos de su fecunda inteligencia.
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